lunes, 9 de abril de 2018

El viajante

Sentado en el mesón de la cocina, con un último café insípido en la mano, mientras mira por la ventana la ciudad. El humo de los vehículos de media mañana ya ha ensuciado el aire un poco más de lo que lo ensucia aquel olor concentrado del tabaco fumado en un recinto cerrado. Los deportivos sucios reposan por el suelo, con los cordones sueltos, esperando a su dueño para salir a caminar, mientras él mueve en el aire, como un niño ansioso, los pies vestidos de viejos calcetines azules. 

Los lentes duermen doblados entre las páginas de un libro sobre la media pared que da al sitio donde antes se encontraba el comedor y los cables de los audífonos, fluyen libres desde el teléfono, sobre sus piernas, mientras emiten el débil susurrar monótono de la misma canción que se repite una y otra vez. La enorme maleta de viajero, negra con naranja encendido, también espera en un rincón, repleta de ropa, recuerdos y artículos personales, lista para partir. Aquel tiquete de autobús que ha pasado mil y una veces por sus ojos y sus dedos, yace doblado en el bolsillo interior de su chaqueta, junto a su corazón, como una última alternativa de escape de aquel mundo al que nunca pudo adaptarse.

Por ahora, todo aquello suficientemente grande, pesado o innecesario, como para ir a parar a una caja de cartón o ser envuelto con una sábana, deberá esperar para viajar; al menos por unos días más. Solo resta, pagar las dos últimas rentas al no tan amable casero que está por llegar y una vez que cada billete haya desaparecido en un bolsillo ajeno, el viajante podrá huir, entre calles y carreteras, entre paisajes conocidos y ajenos, a un lugar dónde pueda volver a comenzar.





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