martes, 12 de junio de 2018

Alejandro

Era mañana fresca de martes, la universidad aún conservaba los rezagos de la más reciente lluvia y yo atravesaba el Parque de la Palabra de camino al bloque de salones, para consultar la nota de la última prueba de física ambiental. El parcial había sido la mañana del viernes anterior. El profesor Alejandro, nos había dado un emotivo discurso, nada más terminar el examen; pero lastimosamente, la mayoría de nosotros (mis compañeros y yo) estábamos más interesados en salir cuanto antes, de vuelta a nuestras casas, que en prestar verdadera atención y grabarnos sus palabras; pues habíamos estudiado toda la noche, éramos chicos de apenas dieciocho años o menos, las vacaciones se acercaban y el siguiente lunes sería feriado.

Al pasar por el parque, noté que mis amigos se encontraban reunidos al rededor de una de las tantas mesas circulares de concreto que en ese entonces se bamboleaban a punto de caerse, amenazando la integridad de los pies de quienes las usaban. Me acerqué y noté sus caras de consternación, aunque creo que no sospeché nada malo, pues suponía que nada podría arruinarme la mañana, aunque siempre cabía la posibilidad de haber perdido el examen final.

Cuando pregunté qué pasaba con media sonrisa, bromeando acerca de que todos tenían cara de funeral y temiendo que nos hubiera ido demasiado mal en la prueba, una de mis compañeras más allegadas me miró con los ojos rojizos y ligeramente húmedos, diciéndome: "¿En serio no sabés?, el profesor Alejandro se suicidó...". Inicialmente, creí que era una broma, un chiste de muy mal gusto a mi parecer y la recriminé por ello; pero al instante, mirándolos a todos, me di cuenta que quién estaba desubicado era yo.

La historia era compleja, al parecer el profesor sufría una enfermedad terminal que había agotado sus fuerzas, así que el sábado siguiente al examen final, después de calificarnos a todos y de publicar las notas (con un sentido de la responsabilidad y del deber que en cierto modo, me parecía siniestramente perverso), había decidido terminar con su vida. Según decían mis compañeros, nos había dejado una carta con un poema en la fotocopiadora de la universidad, además de enviarnos ambos textos al mail. El poema yo ya lo conocía, nos lo había leído meses antes en la clase, mientras nos rompíamos el coco tratando de resolver ecuaciones sobre el sonido, creo que su nombre era "A mis estudiantes del camino"; pero nunca tuve el valor suficiente para consultar esos textos.

La sensación que en ese momento me invadió era extraña, yo sentía una gran admiración por el profesor Alejandro. Aunque no había tenido oportunidad de conversar mucho con él, él había sido conferencista de una serie de conversatorios acerca de la protección del ambiente, a los que yo había asistido mientras prestaba la labor social estudiantil obligatoria en mi época de colegial, los mismos conversatorios que tiempo después me impulsaron a estudiar ingeniería ambiental. Después de eso, el profesor Alejandro había sido mi primer profesor en la universidad, dictándome el curso de Introducción a la Ingeniería Ambiental.

Aún recuerdo al profe con su nariz aguileña, su voz ronca, siempre sonriente, vestido estrafalariamente con sus camisas hawaianas, pantalones cortos, sandalias y enormes sombreros de paja, que ahora que lo pienso, lo hacían lucir más como un profesor de Hogwarts que de la Universidad Nacional de Colombia y menos de una ingeniería. Sin embargo, el profe, siendo maestro, científico, músico, poeta y bohemio, tocó muchos corazones con sus enseñanzas, que trascendían lo técnico, llevándonos a temas políticos, artísticos, sociales y personales, no solo a nosotros sus estudiantes. El profesor Alejandro, se empeñaba más en formar personas, que en formar técnicos con el alma vacía.

Todo esto me lleva a preguntarme, ¿Cómo habrán sido esas últimas horas, esas últimas semanas, esos últimos meses...? ¿Cómo es que alguien que tenía tanto para ofrecerle al mundo, tomó una decisión como aquella?. No es que yo lo juzgue, nadie podría hacerlo, pues nadie puede saber el dolor que en su momento sintiera; pero si pienso en todas las personas que a nuestro alrededor, llevan penas terribles en su corazón y que no notamos porque estamos demasiado concentrados en nuestras individualidades. No puedo evitar preguntarme, qué hubiera pasado si esa mañana de viernes, me hubiera tomado el tiempo de hablar con él, de agradecerle todas sus enseñanzas. ¿Tal vez le hubiera brindado una pequeña felicidad a su abatido corazón? ¿Habría hecho más llevaderas sus últimas horas? ¿Quizás una palabra de aliento le hubiera brindado algo de fuerza para afrontar con mayor entereza aquel fin de semana? ¿Podría haberlo convencido alguien de desistir de aquella idea y luchar un poco más?. Todos esos son cuestionamientos para los que nunca tendré respuesta, pero eso me lleva a pensar de nuevo en aquellas personas que están a mi lado en estos momentos.

¿Por qué en ocasiones no somos capaces de pedir ayuda? aunque la vida se derrumbe sobre nosotros, ya sea por nuestra culpa o por circunstancias ajenas. Preguntarme esto, me hace responderme a mí mismo: "Porque no sabemos en quién podemos confiar". Estamos rodeados de infinidad de personas, pero es imposible saber quién nos es leal, quién es honesto, quién nos va a engañar, quién nos va a romper el corazón, quién podrá entendernos, básicamente, quién es real; ya que cada quién está ensimismado en su propio mundo y en sus propios problemas. Aún cuando pidiéramos ayuda, a la gran mayoría de las personas no les importaría y aún cuando les importara, muchos serían incapaces de entendernos por diferentes motivos. Tal vez el profe si buscó el oído de otras personas a su alrededor y tal vez no pudieron apoyarlo, o tal vez si, pero al final sus decisiones estuvieron basadas únicamente en su dolor personal; incluso, podrían haber correspondido a su afán por proteger a sus seres queridos de un sufrimiento peor o más largo que la perdida precipitada de su compañía, quizás ese último discurso al finalizar el semestre, era su forma de intentar llamar nuestra atención y de gritarnos que necesitaba un poco de compañía, alguien con quien platicar un rato, tomarse un café y escuchar algo de música; esa última idea me causa escalofríos y cierto sentimiento de culpa, sin embargo, todas esas son conjeturas, cuya verdadera respuesta jamás llegaré a conocer.

Hoy he decidido homenajear al profesor Alejandro de cierto modo, no porque sea un día especial, ya que desconozco su fecha de cumpleaños, así como muchos detalles de su vida personal. He decidido homenajearlo porque ciertas circunstancias me han hecho recordarlo y recordar como tocó mi vida, contribuyendo a mis primeros años de formación, haciendo de mí, mucho de lo que soy hoy en día; pero si alguien lee este texto, me gustaría invitarle a mirar a las personas a su alrededor por un momento y a acercarse a ellas, con cautela y con prudencia, pero tratando de hacer a un lado la desconfianza; es cierto que muchos de ellos nos defraudarán, muchos nos romperán el corazón, pero al final, sin darnos cuenta, podríamos salvar una vida o alguien podría salvar la nuestra.

Gracias profe Alejandro, esté dónde esté, después de tantos años, sin saberlo, usted me sigue enseñando.

12 de junio del 2018.


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