Nicolás era un niño travieso como muchos otros al que le gustaba abusar de los más pequeños que él, amarrar latas de las colas de los perros del barrio, disparar con su pistola de balines a las aves del parque, lanzar gatos desde el puente peatonal, hacer enfadar a los vecinos y molestar en clase de matemáticas mientras la profesora no lo observaba. Pero Nicolás como muchos otros abusones de su clase tenía una víctima predilecta, el viejo organillero. El “organillero de la Roosevelt” como todos los conocían era un viejo que se paraba durante horas, todos los días en la esquina de la avenida Roosevelt, acompañado solo por su instrumento, su lora posada en el hombro y su viejo sombrero puesto boca arriba en el que de vez en cuando algún transeúnte, motivado por la lástima, depositaba alguna moneda.
El organillero de la Roosevelt era un hombre bastante mayor, por su apariencia podría tener fácilmente más de ochenta años, lo único que se sabía de él, es que eran muchos los adultos que decían haber crecido viendo al viejo organillero, pararse en la misma esquina todos días para tocar la misma melodía. Algunos, los mayores, incluso mencionaban como cuando todavía eran niños, la lora descendía escalando por las ropas del anciano y bailaba mientras él tocaba su organilla. Las ropas de aquél hombre eran muy posiblemente tan viejas como él y siempre llevaba lo mismo puesto, por lo que el olor que había a su alrededor, evidentemente no era el mejor. Pocas veces hablaba y las pocas veces que lo hacía era para agradecer a las personas que se condolían de él regalándole dinero o una pieza de pan.
Uno de los pasatiempos favoritos de Nicolás era pasar por la acera del frente gritando insultos al pobre hombre que sólo levantaba con esfuerzo su enorme entrecejo arrugado para mirar pasar al chico, mientras seguía tocando su repetitiva tonada. En algunas ocasiones el abuso de Nicolás hacia el anciano se pasaba de la raya; como cuando pasaba frente a él, le pateaba el sombrero mientras las monedas rodaban desperdigadas por el suelo y no perdía oportunidad para robarle algunas cuantas. O aquella vez que al verlo marcharse al atardecer, llegó por detrás y le bajó los pantalones en público, mientras el viejo avergonzado se los volvía a subir sin siquiera quejarse.
Nicolás también disfrutaba de inventar historias macabras acerca del anciano y contárselas a los otros niños, añadiendo o quitando macabros detalles, por lo que no era raro que muchos de ellos evitaran a toda costa siquiera pasar por el lado del organillero, debido al temor que este les producía. Una de sus historias preferidas, decía que el organillero usaba su instrumento para hipnotizar a los niños, llevarlos a un lugar solitario y ahí entregárselos a un demonio a cambio de comida. En otra, narraba como el viejo había estado casado alguna vez, pero que su esposa había decidido abandonarlo, por lo que la había convertido en lora con un extraño conjuro para que se quedara con él para siempre. En otro de sus relatos, Nicolás narraba emocionado a los más pequeños, como aquel hombre, cuando era joven, había sido un asesino en serie muy famoso que había sido atrapado por la policía y puesto en la cárcel y que cuando había salido libre, a falta de trabajo, se había puesto a tocar el instrumento en aquella esquina.
Un día Nicolás, en uno de sus arrebatos de maldad empezó a gritarle cosas al pobre viejo desde el otro lado de la calle como era costumbre. Al ver que el hombre no se inmutaba, se llenó de bronca y decidió ir más allá, por lo que empezó a lanzarle piedras; sin embargo, el organillero, lo único que hizo fue recoger su sombrero con sus pocas monedas y empezar a marcharse. Nicolás, al sentirse ignorado, decidió seguir al organillero mientras continuaba insultándole y arrojándole piedras por toda la calle. Fue así hasta que con una de ellas impactó justo a la lora matándola al instante. Algunos transeúntes trataron de detener al chico corriendo tras él, mientras le amenazaban enfurecidos, sin embargo, Nicolás era muy bueno para correr. Entre tanto, el organillero lo único que hacía era llorar desconsolado, sentado en la calle, la pérdida de su compañera inseparable de tantos años.
Un día, estaba Nicolás encerrado en su habitación disfrutando los dulces que había comprado con el dinero robado a otro chico, cuando oyó una melodía muy conocida. Al asomarse a la ventana, pudo ver al organillero que estaba parado frente a su casa, al otro lado de la calle, tocando en su instrumento la misma melodía de siempre. Nicolás asustado, creyendo que el viejo había ido para ponerle la queja a su madre acerca de lo ocurrido con la lora, cerró la ventana de golpe; pero después de un rato nada nuevo había ocurrido. Nicolás envalentonado por la actitud pasiva del anciano, salió a la ventana de nuevo para gritar alguna frase astuta y burlarse de él, pero al intentar articular palabra, lo que salió de la garganta de Nicolás fue un grito chillón y desgarrado.
Sorprendido, Nicolás intentó hablar de nuevo, pero nuevamente sucedió lo mismo. El chico se asustó mucho en ese momento, por lo que intentó sujetar la puerta de la ventana para cerrarla nuevamente, pero al estirar el brazo, vio como este era mucho más corto de lo normal y sus dedos se habían atrofiado en forma de garra. Aterrado por lo que sucedía, se cayó para atrás mientras la melodía seguía sonando en la calle y él veía como sus piernas desaparecían encogiéndose dentro de su torso. Nicolás intentó girar para arrastrarse y llamar a su madre, pero de su boca lo único que salió fue un nuevo chillido igual al anterior, mientras notaba como su nariz se fundía con su labio superior y se endurecía hasta formar algo parecido a un pico ganchudo. De repente sintió un escozor horrible en la espalda de la que empezaban a surgir un par de apéndices parecidos a brazos, pero muy delgados, rematados en punta y que poco a poco iban llenándose de plumas verdes.
Esa tarde el pequeño Nicolás desapareció del barrio y nunca nadie más le volvió a ver, a pesar de que los esfuerzos en buscarle duraron meses y sus padres lloraron recorriendo la ciudad, tocando la puerta de cada casa para intentar dar con su paradero. Nada se encontró del chico además de las ropas que llevaba esa tarde tiradas por su habitación. Sin embargo, el viejo organillero sigue parado en la esquina de la avenida Roosevelt donde se ha parado todos los días durante las últimas décadas y ahora tiene una nueva lora, más joven, que danza en la acera al compás de su melodía, a cambio de unas cuantas monedas.
Octubre de 2015.
Octubre de 2015.
Vaya. Me gusta mucho!
ResponderBorrarEstos pequeños cuentos son bastante entretenidos de leer!
Cuidado con los organilleros pequeña ;)
BorrarNi que lo digas. En mis historias los organilleros tocan cuando alguien va a morir -.-
BorrarEste puede tocar justo cuando te vas a convertir en animalito...;)
BorrarNiciolás había inventado muchas historias sobre el organillero, pero ninguna tan acertada como la que él mismo tendría ocasión de experimentar...
ResponderBorrarMuy buen relato!!
Muchas gracias Julia por pasar, leer y comentar. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo.
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