lunes, 26 de enero de 2015

Compañía Inseparable

Estaba sentado en el bar con una cerveza en la mano y un par más en la cabeza, los rostros alrededor eran los mismos de siempre que bebían y comían como cada fin de semana, ella estaba conmigo, sentada a mí lado, fiel, sin decir palabra alguna, mirando a su alrededor con su mirada triste y tímida. La oscuridad del lugar, contrastaba perfectamente con las luces expedidas por las pantallas que proyectaban los vídeos de cada canción y con la palidez de su rostro. Ya llevábamos un buen rato sentados en esa mesa bebiendo los dos solos en silencio sin que nadie nos interrumpiera, yo escuchaba cada canción con especial cuidado sin preocuparme mucho de la presencia de mi compañera. De pronto vi entrar en el sitio a un grupo de viejos amigos con los que hacía mucho que no compartía un buen momento, lo que no me generó menos que una sonrisa de satisfacción.

Hice una seña con la mano y les indiqué los dos asientos vacíos junto a nosotros, mis amigos se emocionaron al verme y me saludaron efusivamente, se sentaron a mi mesa y les invité unas cervezas; mientras mi compañera no podía disimular su incomodidad; Me tomó fuerte por el brazo y se recostó en mi hombro como si algo le molestara profundamente pero aún en ese momento no dijo nada. Conversé por largo rato con los chicos, entre el ruido de la música y los tragos, las risas y las viejas historias tratábamos de recuperar el tiempo perdido, pero muchas cosas habían cambiado, ya nada era como antes. Tras cada broma, tras cada comentario, tras cada risa, tras cada recuerdo; quedaba en la mesa un silencio incómodo cubierto solo por la música de fondo mientras a mí me quedaba un sinsabor difícil de entender, todos eran recuerdos muy lejanos y tal vez todos habíamos cambiado tanto que por más que nos esforzáramos no lográbamos ser los mismos de antes.

Inevitablemente llegó ese momento en el que ya no había nada más de que hablar, en el que la única compañía que deseaba tener era la de aquella mujer silenciosa a mi lado recostada en mi hombro, el único ser que verdaderamente había estado siempre conmigo, siempre ahí, en las buenas y en las malas, la única capaz de comprenderme, la única que me había acompañado en mis noches de tristeza, en mis viajes por los lugares más remotos, la única que había estado a mi lado cuando se me habían ocurrido las más locas ideas, la única que había estado conmigo cuando me disponía a llevar a cabo mis más disparatados proyectos.

Ella silenciosa y fría como siempre, se aferraba a mí de la misma forma en que yo me había aferrado a ella en tantas ocasiones; estaba incómoda y de esa forma me lo hacía saber. Nuestra relación había sido rara desde el principio, yo la buscaba siempre que podía, cuando estaba más feliz, cuando estaba triste, cuando las cosas no me salían como quería o cuando había triunfado, la buscaba furtivamente para disfrutar de su presencia, para disfrutar de su compañía, para contarle de mis amores y mis desengaños, para reír y llorar recostado en su regazo mientras ella tiernamente me escuchaba y me consolaba.

Fue así como decidí hacerle caso a sus gestos silenciosos y despedirme de mis amigos con un fuerte abrazo y promesas de volver a vernos aunque estas nunca se cumplieran. La tomé de la mano, pagué la cuenta y juntos salimos del lugar sin pensar en nada más. Salimos a la calle y caminamos un corto trayecto buscando la parada de un taxi. En un momento de nuestra espera empezó a brisar suavemente, pero ella continuaba a mi lado sin quejarse, continuaba ahí parada inmutable sin decir nada, sin tratar de cubrirse, ni molestarse a pesar de la lluvia.

Siempre había sido así, siempre había estado ahí,  a mi lado, nunca me había abandonado aunque me encontrara con muchas más personas, aunque en mucha ocasiones tratase de ignorarla. No siempre me había sido tan agradable su compañía, recuerdo que al principio me molestaba, me desagradaba que me siguiera para todas partes, en un principio me fastidiaba, llegué a quejarme de su presencia e incluso llegué a odiarla. Recuerdo que muchas veces Intenté dejarla, intenté deshacerme de ella, intenté abandonarla y no volver a estar a su lado jamás; pero con el paso del tiempo descubrí que eso para mí era imposible, que la necesitaba y que aunque quisiera no podría separarme de ella porque gran parte de mi felicidad dependía de su inseparable compañía.

Tomamos el taxi y le di al conductor la dirección de mi casa, este me miró por el retrovisor sin decir nada y encendió la marcha. Además del conductor silencioso que no nos prestaba mayor atención y el viejo radio que murmuraba una canción, no había nadie más que interrumpiera nuestra tranquilidad en aquel cajón incómodo y antiguo, que se movía lentamente por las calles de la ciudad, no había nadie que perturbara la felicidad que sentía al estar con ella. Me recosté en su regazo y me quedé en silencio disfrutando del placer sencillo de estar ahí, nada parecía poder perturbar aquel mágico momento. Reaccioné de nuevo cuando estábamos a punto de llegar a mi casa, le hice la para al conductor, le pagué y recibí el cambio que me puse en el bolsillo casi sin mirar, bajamos del taxi sin prisa aunque ahora llovía más fuerte. El conductor inició la marcha sin esperar a que entráramos en casa. Mi compañera y yo corrimos juntos los metros que hacían falta hasta la puerta tomados de la mano, no sin poder evitar mojarnos. Cuando entramos y cerramos la puerta estábamos entrapados de pies a cabeza, situación que más allá de molestarnos nos causó una risa incontenible.

Nos quitamos la ropa lenta y mutuamente entre coqueteos, abrazos y caricias, en la comodidad y la calidez de mi hogar, nos secamos el cuerpo, tomamos un café caliente y nos metimos en la cama, para resguardarnos del frío de la noche. Una vez más me regocijé con su presencia, hice lo posible por mirarla a los ojos en la oscuridad de la noche, ella me atrapó entre sus brazos y me apoyó contra su pecho desnudo, por lo que sentí perfectamente la frescura de su piel. Después de un rato de disfrutar del contacto de su cuerpo y el fresco aliento de su silencio, sentí que el mundo se me venía encima y tuve mucho miedo de perderla, me sentí como un niño indefenso; por lo que le dije con lágrimas en los ojos, apretándola contra mi cuerpo y aferrándome a ella con todas mis fuerzas:

- Tu sabes que has sido siempre mi compañera de andanzas, siempre me has consolado en mis tristezas y me has aconsejado en los momentos más difíciles, no soportaría perderte nunca, pero tengo una duda que me está matando; debo saber algo, necesito saber algo, ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu nombre? Dímelo por favor.

A lo que ella tranquilamente respondió casi que rozando mis labios con los suyos, mientras me acariciaba suavemente el rostro y me apretaba entre sus brazos:

- ¿Por qué me preguntas eso? Tú lo sabes mejor que nadie, aunque te niegues a aceptarlo, además sabes que jamás te dejaré. Mi nombre; es Soledad.

Septiembre de 2010



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