El sargento Ríos iba como de
costumbre en el asiento del copiloto de la Chevy Luv identificada con los logo
símbolos desteñidos de la policía. Era una molestia salir a patrullar a esa
hora de la noche, sobre todo hacerlo por esos callejones abandonados de la mano
de Dios, llevaba sobre las piernas la Uzy que solía llevar como dotación; “no me gustan las armas largas, son más
estorbo que otra cosa” –le decía siempre al patrullero encargado del
armerillo– “pero tampoco me siento seguro con un revólver de medio peso, uno nunca sabe con qué se puede encontrar en
el camino”, a su lado, conduciendo la patrulla iba Sánchez, un chico
imberbe recién egresado de la academia que desde que llegó a la estación se
ganó la simpatía del comandante y uno de los puestos como conductor de la
patrulla. Sánchez solo llevaba encima un calibre 38 pero todos suponían que no
necesitaba más pues su principal función en caso de alguna eventualidad era
proteger el vehículo. En la parte de atrás López con su confiable escopeta calibre 12 y las dos granadas en el arnés iba a la mitad, a
sus lados Castro y el experimentado Pastrana armados con sus fusiles Galil. Los cinco formaban
la única patrulla de la segunda escuadra, mientras en la estación solo quedaban
el comandante de guardia con el armerillo jugando a las cartas mientras tomaban
café y los dos centinelas apostados en las puertas.
El comandante de guardia había
recibido una llamada avisando de movimientos extraños en uno de los callejones de
la zona rural, por lo que de inmediato los había contactado. Al oír el radio Ríos
y sus hombres pasaban por la plaza central del pueblo, se dirigían a la
estación buscando donde aparcar el vehículo y dormir una siesta antes de hacer
un último recorrido. La llamada por el radio no cayó bien entre los hombres que
mascullaron entre dientes alguna palabrota, mientras Ríos se limitó a decir con
una sonrisa de amargura: “lo siento señores,
pero hay que trabajar”. Era probable que solo se tratase de un grupo de jóvenes
drogándose en los callejones que con seguridad al ver acercarse a la patrulla
se dispersarían por el sitio mientras los policías frustrados no encontrarían
mucho más que el rastro de olor a marihuana; situaciones como esas se
presentaban cada tanto; sin embargo había algo de ese llamado que inquietaba a Ríos
por lo que le pidió a sus hombres estar alertas y con los ojos bien abiertos,
esa noche no quería sorpresas.
Al llegar al sitio, un cruce de
caminos entre los callejones en tierra, Ríos bajó del vehículo con la Uzy en
las manos, mientras los de atrás hacían lo propio y Sánchez bajaba las luces de la
vieja Luv. Revisaron en todas direcciones con sus linternas pero no notaron
movimientos extraños.
– López, acompáñame –Dijo Ríos inquieto
y con mal gesto– vamos a revisar más adelante, los demás se quedan aquí,
pendientes por si pasa algo.
López lo siguió de cerca tarareando una canción con su
andar confiado y la escopeta recostada al hombro iluminando el camino con su
linterna, mientras por el radio se oía un llamado perezoso del comandante de
guardia:
– 512 mi sargento, ¿alguna
novedad?
– 520 en el sitio indicado
Estrada, sin novedades al momento.
Avanzaron unos trescientos metros
hasta llegar a un rustico puente que cruzaba una quebrada, miraron en todas
direcciones por unos minutos sin encontrar algo que llamara su atención, hasta
que López indicó, señalando con la escopeta hacía los matorrales:
– Mi sargento ¿qué es eso?
Al mirarlo desde lejos parecía un
extraño bulto de carne blanquecina que emanaba una sustancia babosa y pegajosa.
– ¿Pero qué putas es eso?, –Se
preguntó Ríos mientras llamaba por el radio a la patrulla– Sánchez, dígale a
Castro que avance, necesitamos otros dos ojos. Pastrana que continúe en su
sitio.
Castro que era un negro enorme no
tardó mucho en acercarse al trote con su Galil colgado que le quedaba como
juguete, aunque el flaco Pastrana tenía mejor tiro o eso suponían todos, Ríos
confiaba en la fuerza de Castro; siempre era bueno tener un tipo rudo al lado
por si las cosas se ponían feas. El sargento que estaba más cabreado ahora, se
acercó con cautela a la masa de carne, mientras se sentía un olor a amoniaco en el ambiente.
– ¿A qué huele mi sargento? –Preguntó
Castro con su acento ronco, retorciendo la nariz al llegar–
– No tengo idea pero voy a averiguarlo,
listos para cualquier cosa y López… cuidado con esa puta escopeta.
Al examinarlo, Ríos no supo qué opinar
de la repugnante masa blanca que chorreaba y botaba un halo de vapor, la
visión le recordó una especie de placenta, pero debía tratarse de un animal
enorme para ser algo de ese tamaño. No quería llamar aún a la estación sin
saber bien que era pues no le agradaba la idea de pasar por tonto haciendo
alboroto por alguna memez. De repente un ruido se oyó entre los matorrales a lo
lejos, era un grito similar al de un simio, que los sobresaltó a todos por un
momento, luego todo otra vez en silencio. Castro y López nerviosos alistaron
sus armas, sin embargo Ríos los aplacó con una orden de alto al fuego. Quedaron
desconcertados por un par de minutos sin saber qué hacer, alumbrando en todas
direcciones cuando atrás a lo lejos se escuchó una ráfaga de tiros que sin
duda salía del Galil de Pastrana.
Mientras corrían de regreso Ríos
llamaba a Sánchez desesperado por el radio, pero este no contestaba, al llegar
al sitio la imagen no podía ser más dantesca. La parte delantera de la patrulla
con las luces aún encendidas y el sonido incesante del pito, estaba aplastada
como si le hubiera caído una enorme roca encima, Pastrana yacía tendido en el
suelo aún con el fusil en la mano, tratando de balbucear algo entre vómitos de
sangre, sin embargo la abertura de su pecho era enorme, no le quedaban más que
unos minutos de vida. Por otro lado el joven Sánchez permanecía aún en el
asiento del conductor con la cabeza estallada contra el volante, al parecer
había intentado encender la marcha, pero algo había entrado por la ventanilla
izquierda destrozando el cristal y lo había alcanzado. Además de eso un largo hilo
de baba amarillenta cristalina se alejaba de los cuerpos y se perdía entre los matorrales.
Castro estaba medio petrificado
por la imagen y López trataba de auxiliar en vano a Pastrana, Ríos gritaba códigos
al azar como loco por el radio mientras Estrada al otro lado trataba de
comunicarse con la única ambulancia del pueblo mientras repetía que el apoyo
tardaría. Esa noche Ríos y sus hombres eran la única patrulla disponible.
Buenas!!!! Qué tal?? Oye esta súper bien y me dejas con la intriga de que será eso que se va entre los matorrales. Un abrazo!!!
ResponderBorrarHombre, muchas gracias Quim, más que un halago viniendo de tu parte. Te cuento que ya están disponibles los capítulos 2 y 3, con los links habilitados. ;)
ResponderBorrarlos he visto jeje y decirte que voy a leerlos ;) quiero saber lo que pasa. un abrazo!!!
BorrarOh Quim, me alegra mucho, abrazo de vuelta!
Borrar¡Hola Andrés!
ResponderBorrar¡Qué tensión! ¿Pero qué diablos era esa cosa pegajosa? ¿¿Y qué ha salido de los matorrales, capaz de destrozar el coche patrulla, aplastar la cabeza del pobre conductor y atravesar el pecho del otro??
¡Qué comienzo más inquietante! Me has dejado enganchada ;) Ya he visto que tienes más capítulos colgados, tendré que ponerme al día, ¿eh?
Muy bueno, lo comparto :D
¡Abrazos! ^^
Pues dama, tendrás que averiguarlo en los otros capítulos.
ResponderBorrarUn abrazo enorme!!
Uhhhhhh... vaya vaya vaya... encuentros en la tercera fase... Esto pinta a historia de las que me gustan. Voy a por el siguiente capítulo!
ResponderBorrarUn descubrimiento que me encontraras y encontrarte yo a ti!!
Un saludo!
Muchas gracias Ángela, saludos, espero que te guste!!
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